Emergió una mañana gris. Sobre un fondo de cielo  plúmbeo,  se divisaba, a lo lejos, una motocicleta del servicio de Royal Mail. El auxiliar de la empresa postal portaba un telegrama de compleja entrega. Dirigido a Mr. Steven Forrestal, cliente habitual de Benny's taberna, y sin domicilio fijo en la localidad. El empleado entró en el local y  preguntó por el destinatario. Ahí está, señaló el de la taberna. En el último rincón del bar, adormilado, apoyando su cabeza contra una  mesa y con los primeros rayos de sol enfocando su escasa y dorada cabellera. Tras las comprobaciones pertinentes realizó la entrega del envío.
     Steven desplegó el papel y se encendió un cigarro, dándole la primera calada mientras se colocaba sus lentes.Con el ceño fruncido, cerró los ojos y apretó los puños dejando caer el papel. El mensaje no traía, desde luego, buenas noticias. Su hijo Conrad había sufrido un accidente de tráfico. Especial gravedad tenía un fuerte  traumatismo en el costado. Sin llegar a la treintena de años su vida colgaba de un hilo. Hilo de sutura. Ese material tantas veces implantado en la áspera piel de Steven.para remendar los golpes de la vida, más duros y profundos, si cabe, que los golpes de mar embestidos en su ya denostado cuerpo.La situación requería soluciones urgentes, precisas, como cuando el pesquero que él gobierna necesita un golpe de timón para amainar temporales y corrientes traicioneras .
      Necesitaba, ya, un riñón sano. Metió la  mano en el bolsillo de su gabán y estrujó fuertemente el paquete de tabaco. Le entró, de forma repentina, una sensación de rabia, ira e impotencia.
      No podía entender que su único hijo, indefenso, y con una importante enfermedad a cuestas, estuviera sentenciado, así, de forma cruel, como las embestidas de esas mareas tan atroces que llevaba encima de su maltrecho cuerpo.
      De repente, pensó acudir , raudo, a la consulta del médico. Hacía por lo  menos dos años que no lo hacía. Sabía, de antemano, que el doctor le iba a reprender por no acudir con  más asiduidad a su cita .La bronquitis crónica de Steven así lo aconseja. Pero el viejo marino no es amigo de los galenos -sí de galeras-. No obstante, esta vez tenía un excepcional motivo para acudir a él en busca de ayuda. Quería obtener información de primera mano acerca de los trasplantes de riñón.
     Tras la visita al médico,las exploraciones pertinentes reflejaron que Steven podía sobrevivir a alguna que otra "marejada médica". Aunque había que superar la adicción al tabaco . El viejo marino lo tuvo claro. No le importaba su situación. Sólo quería el bien de su hijo.Con una promesa añadida. Le juró al médico que iba a dejar de fumar. Lo cierto es que Steven quedó impresionado tras visualizar placas y fotos de enfermos pulmonares mostradas por el doctor.
     A un prestigioso nefrólogo de Cold Nortton fue remitido Steven. Numerosas pruebas debían afirmar la conveniencia o no del futuro donante, aún a pesar de que se hallaba en el umbral de la edad máxima aconsejada para ello.
     A la mente del "crazy old seaman"  le afloraron recuerdos de su ídolo de juventud, el boxeador Charles Burley. Un luchador nato que acabó recogiendo basura para poder sobrevivir. Su última gran nave portaba el nombre del legendario boxeador. Aunque hora era de plegar  velas y anudar amarras se veía obligado a saltar al cuadrilátero de la vida, anudarse los guantes y colocar los puños de forma estratégica y tenaz -como hacía , su ídolo Burley-, para seguir al lado de su hijo y sin importarle se le abrieran más brechas en su cara, a sabiendas que le volverán a coser. Hilo de sutura. Otra vez


Geoff Spivey, photo

     Tres y diez de la madrugada. El aire y las temidas corrientes del Mar del Norte sacuden, de proa a popa, de babor a estribor, un pesquero adentrado en pleno epicentro de una tormenta cargada de furibundos rayos y sobrecogedores estruendos en forma de truenos. Como si de una batidora se tratase, la nao, va saltando olas y vaivenes de una intensidad atroz. El capitán, asido a los mandos de la nave, pretende, sin conseguirlo, encenderse un cigarro con el que aplacar los nervios del aterrador escenario. Al cabo de unos minutos va amainando el temporal. Consciente de que ha atravesado, una vez más con éxito, la línea de meta en una nueva etapa de la adversidad.
     La mar, iluminada por los albores del amanecer, se halla más sosegada. El capitán, ahora sí, va a saborear una nube de humo mientras contempla como el dios Sol emerge altivo y complaciente. El astro rey, junto con la luna, son socios del sabueso marino, que "lee" con antelación y certeza los constantes envites que le depara su temida, a la vez que amada, mar. La altanería  del marino no cesa ahí. Va a abrir una botella de whisky escocés que amaga en un viejo cofre que le acompaña desde la botadura de la nave .Sólo para ocasiones como ésta, en la que la calma vence a la tempestad, se adviene a abrir el candado del arcón.
     Marvin, el espigado  marino de la embarcación, el más joven tripulante de ésta, alarga el cabo de la cuerda. Hay que amarrar el barco y constatar los daños del sistema operativo de la cabina de mando, en redes, nasas , bitas, grilletes...
     En el muelle, recibe el cable  un ex-agente de Scotland Yard, ya jubilado. Es el primero que recibe la amarra. Sus fuertes dientes atenazan la soga. Es un perro policía retirado por poseer una leve cojera.  Pastor alemán de imponente planta y pelaje.  Sin embargo ello no es óbice para haberse convertido en el Sherlock Holmes nauta  del puerto de Whitby.
      Lo primero que hacen todos los marinos al poner pie en tierra es acariciar al perro. Ha salvado muchas vidas. Ahora está relegado a tareas de atraque, aunque es diligente en todo lo que se le encomienda. Incluso ha navegado varias veces. Dicen de él que tiene alma de marinero. Ello explica su nombre: Nelson, como el célebre almirante. Aunque no ha estado en Trafalgar, ha salvado muchas vidas. Gracias a su olfato muchos han sobrevivido a un seísmo.  Sus ojos azabache le brillan al atisbar el barco desde muy lejos. Sus ladridos de alegría al divisar la nave al  entrar más allá de la bocana del puerto denotan gruñidos de esperanza, de vida que la exorbitante despensa de la mar ha derramado, una vez más, su más preciado fruto.


                                                                   Whitby
                                                               
                                                             


       El can muestra su júbilo especialmente con el capitán. Pues, no obstante, es su inseparable compañero cuando está en tierra firme -viven bajo el mismo techo-. A él le cuenta sus penas, sus alegrías y sus llantos. Y es que la soledad pesa como una losa en el cargamento del alma.  Al menos,  la compañía de Nelson le mitiga las hondos pesares que el destino ha acuchillado en su  longevo miocardio.
      Apenas un par de horas después, tras la llegada a puerto, el capitán se retira a descansar tras cenar en la taberna, aderezando una buena merluza con su vino favorito.
      Steven abre los ojos. Se halla en una habitación extraña. Lo primero que observa es el verde monte de Whitby. Un gotero está incrustado en sus venas. Percibe que está en el hospital. Recuerda la última marea, el último atraque, la cena en la taberna. Ha soñado algo ya ocurrido , aunque no será la última narcosis en la que el mar será protagonista. Es consciente que ha sido su última travesía.
      Le duele un costado. Entra una enfermera para suministrarle un calmante. Pregunta por Conrad, su hijo. Le comunican que está en la UCI y, si todo va bien, en unos días saldrá de los cuidados intensivos. La espera puede hacerse larga pues las primeras semanas son fundamentales para saber si el órgano trasplantado no es rechazado por el paciente.
      Transcurridas nueve semanas todo vuelve a la normalidad. Incluso Conrad ya está preparado para volver a su despacho en la oficina aduanera. Las interminables horas de hospital han quedado atrás. Ha reflexionado mucho sobre su nueva situación familiar. Ha vuelto a establecer vínculos familiares con su padre. Ahora lleva implantado un riñón de su progenitor.
      Steven, tras la intervención, se ha deteriorado físicamente. Pasea por el puerto junto a su fiel escudero, Nelson. Ya no está a los mandos de su barco. Ahora los únicos mandos que maneja son los de una silla de ruedas eléctrica. No podía ser de otra manera. Le gusta ser autónomo, llevar el timón.
      El viejo marino ha aprendido un axioma fundamental: curan más las palabras que el mejor hilo de sutura, que el mejor hilo de nylon que repara una nasa. Una sola frase, una sola palabra pueden cerrar muchas brechas del alma. Tras la muerte de su esposa, una enconada disputa familiar lo distanció de Conrad. La línea de arrastre del orgullo casi lo desploma al fondo del mar.
      Ahora ha recuperado una familia, a su único hijo. Y está contento por partida doble. Anne, la novia de su hijo, está embarazada. Dentro de unos meses nacerá su nieto. Sabe que le llamarán como él, Steven.
      Anochece en Whitby. Steven está cansado. Se marcha, ilusionado, a dormir. Desea soñar que su futuro nieto será el timonel de un gran pesquero que surcará aguas del mar del Norte, Terranova o de los temibles océanos. Un gran buque llamado "Steven Forrestal". Es el anhelo del gran capitán. Seguirá soñando. A veces los sueños se convierten en realidad. Buenas noches, good night.